Miércoles de Ceniza

 
   Parece que agachar la cabeza no está bien visto en nuestra sociedad. Es un gesto percibido como humillante, porque se confunde la humillación con la humildad. Sin embargo, este miércoles necesitamos inclinar la cabeza para recibir la ceniza. También nosotros participamos del mal y somos agentes difusores de sus virus malignos; todos en alguna ocasión hacemos lo contrario de lo que decimos, y dejamos de realizar bastante de lo que podríamos hacer en todos los órdenes: personal, familiar, social, comunitario, político… No es posible iniciar con provecho la Cuaresma sin humildad. Esta virtud olvidada nos hace conscientes de nuestras contradicciones y de la necesidad de achicar el “yo” para que quepa “Él”. Solo así podremos construir un “nosotros” solidario y abierto al otro. Caer en la cuenta de las propias miserias es un acto de realismo y, sobre todo, de sencillez evangélica.

   Hoy nos toca ser humildes, reconocer nuestra fragilidad y, sobre todo, ponernos a tiro de la gracia y el cariño de lo Alto, que hacen posible lo que nuestra flaqueza no conseguirá jamás, por más que se empeñe. Nosotros inclinamos la cabeza para ser capaces de mirar más al fondo de nuestro corazón, más allá y más arriba. No se trata de auto-flagelarnos o de una insana culpabilización. Agachar la cabeza es para nosotros, este miércoles de ceniza, un acto de responsabilidad y de reconocimiento para convertirnos, volver a Cristo y abrirnos solidariamente a los demás.

  La liturgia de la Palabra de hoy nos invita a una conversión sincera. No se trata de un acto de  contrición puntual, sino de un proceso. Sabiamente, la liturgia milenaria de la Iglesia propone tres medios que ayudan en este camino cuaresmal para poder celebrar la Pascua, renacidos al hombre y a la mujer nueva. Llama la atención poderosamente la densidad de las tres prácticas: Una remite a la mismidad de Dios sin más mediaciones (la oración); la otra se dirige a nosotros mismos (el autocontrol); y la última tiene como destinatarios a los demás (la limosna solidaria). Constituyen ejercicios milenarios que han servido a personas de contextos bien diversos a caer en la cuenta de lo esencial.


   La oración
   Sin oración no nos ponemos a tiro de Dios, no podemos sentir su interpelación, ni experimentar su fuerza transformadora. Sin ella llenamos de rutina nuestra vida, ponemos el piloto automático y vivimos de las rentas aburrida y desapasionadamente, sin cuidar el vigor y la intensidad de una vida evangélica y significativa que solo regala el trato asiduo con el Señor. No se nos pide permanecer en éxtasis, ni siquiera ser buenos, estar muy sanos o mantenernos muy animados y optimistas. En la oración vale todo. Hasta el pecado. Nadie como Dios conoce nuestra intimidad y sus recovecos más sombríos. Lo malo es no dejar espacios para que, santos o pecadores, animados o aburridos, saludables o con achaques, disfrutemos de su Presencia entrañable en el interior de nuestro silencio, en su compañía por el camino, celebrada en la Iglesia, y en el compromiso de amor y justicia con nuestra humanidad.


   El ayuno-autocontrol 
   Si no sabemos decir “NO”, si no estamos dispuestos a renunciar a cosas, si no dominamos nuestras pasiones, si no jerarquizamos entre lo urgente y lo importante, si no damos ejemplo a quienes vienen detrás de que hay cosas que aunque se puedan hacer, no se deben hacer, y que por consiguiente, no serán hechas bajo ninguna circunstancia; si no somos capaces de ayunar más que para ganar silueta e imagen… poco creceremos como personas y como cristianos. Sin generosidad hacia los demás, sin gestos elocuentes de des-centramiento, sin hacer hueco a la irrupción del otro y sus necesidades en nuestras agendas y programaciones, no cabe seguimiento del Maestro ni participación en su “estilo”. En eso consiste el ayuno; en estar por encima de los requerimientos egoístas, harto más peligrosos cuanto más justificados y razonados se presentan (¡somos especialistas en justificarlo todo!) y en orientarlos hacia lo importante.



   La limosna
   No se trata tanto de lo que doy, como de dejar que irrumpa el otro como un “tú”. Ello, nuevamente, exige estar con un “yo” achicado. Es el que posibilita la ayuda solidaria que no humilla, la comunión de bienes que redistribuye riqueza, la solicitud para con las necesidades de los empobrecidos, el compromiso con la justicia, la transformación de la realidad mediante la participación social y política. Es una llamada a no pasar de largo ante el dolor del otro y a compartir con él los bienes (que en su sentido más radical, son de todos) y el tiempo, y a hacernos cómplices de las causas con las que está comprometido el Reinado de Dios.

  
Basado en textos de José Luis Segovia


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