IV Domingo de Cuaresma: Los hijos y el Padre

“Se puso en camino adonde estaba su padre”
(Lc 15,1-3.15-32)


   Los dos primeros versículos del evangelio sirven de introducción para ambientar “las parábolas de la misericordia” en un marco de escisión religiosa entre dos grupos sociales: publicanos y pecadores por una parte, y fariseos y letrados por otra.

   El primer grupo representa a los marginados de la sociedad, los proscritos de la alianza y los excluidos de toda relación con Dios: unos, (publicanos), por ejercer actividades odiosas (ladrones, atracadores, usureros, prestamistas, rapaces cobradores de tributos); otros (los pecadores) por violar sistemáticamente la Ley en su interpretación farisea (las prostitutas o los profanadores del culto y el sábado). Al segundo grupo pertenecen los fariseos, celosos observantes de la Ley, y los letrados, intérpretes oficiales de la misma. Y entre unos y otros se presenta Jesús añadiendo escándalo y polémica, porque acoge a los pecadores y come con ellos (15,2; cf. 5,30). En respuesta a esta acusación de los “ortodoxos” y practicantes Jesús expone su parábola, en la que retrata simbólicamente a los dos grupos en la persona de los dos hijos. Ambos participan de un mismo pecado, aunque de forma distinta, la traición a su condición filial respecto a un padre común.


     I. El pecado en el hermano menor está descrito teológicamente en una peripecia que discurre sobre reacciones psicológicas básicas de la persona humana:

1. Un error de la fantasía. El pecado empieza creyendo una mentira. Como el muchacho de la parábola, descontento del control familiar, el hombre se imagina un futuro feliz fuera del hogar paterno. Cree que puede prosperar en un país lejano y seductor, que en realidad desconoce. Sólo la experiencia posterior le convencerá de lo contrario.

2. La pretensión de autonomía frente al Padre (Dios). Al hermano pequeño no le basta con disfrutar ya del patrimonio familiar dentro del hogar paterno. Quiere además la libre administración de la herencia que le corresponde. Pero prematuramente y en contra de la norma, que era adir la herencia a la muerte del padre, no antes. Aspira a su emancipación, porque se cree lo suficiente maduro para vivir por su cuenta. Se repite aquí la misma causa del pecado de Adán: la autosuficiencia del hombre para decidir por sí mismo los valores morales y el programa de su vida. Usurpar esta potestad, patrimonio exclusivo de Dios, equivale a ocupar su puesto considerándole ya muerto; es por tanto una forma de ateísmo.

3. La ingratitud. El pecado no lesiona solamente un código de leyes; es ante todo una infidelidad al amor de Dios inscrita en esa relación paterno filial donde radica la dignidad de la persona humana. Por eso la ruptura de esta filiación por el pecado es también una tergiversación de la dignidad humana.

4. La degradación de la existencia. Cuando se hace efectiva la ruptura de amor paterno, hasta entonces solamente afectiva, aparecen las consecuencias prácticas de la huida del hogar del Padre hacia un país lejano: Vivir perdidamente dilapidando su fortuna, sufrir necesidades elementales sin satisfacer, ocuparse en tareas humillantes como cuidar cerdos,…

5. La nostalgia de reintegración social es la gracia escondida bajo el pecado: Volveré a mi padre y le diré: He pecado contra ti; trátame como uno de tus jornaleros. Es una atrición interesada, pero bastará para la reconciliación y el perdón.


     II. El pecado en el primogénito adquiere otras manifestaciones, que menoscaban también su relación filial con el Padre.El orgullo de los méritos propios: En tantos años que te sirvo nunca ha desobedecido una orden del Padre. Ha sido un escrupuloso observante; su limpia ejecutoria le permite pasar factura de sus méritos. Presuntamente su relación con Dios es un contrato bilateral de justicia conmutativa, un do ut des. No reconoce la gratuidad de sus dones. Consecuentemente interpreta la acogida de su hermano como un agravio comparativo, que esconde ira (se indignó) y envidia (para el otro un ternero cebado; para mí ni un cabrito); y por último su insolidaridad. La filiación divina y la fraternidad humana están constitutivamente unidas. Si no conecta con la misericordia infinita del Padre, rechazará también la reconciliación con su hermano, que le parece incomprensibles según la doctrina farisaica de la retribución temporal: no hay culpa sin castigo. Por eso es excluyente y discriminatorio estableciendo clases irreconciliables en la comunidad familiar. No cabe duda que el primogénito representa a los fariseos y doctores de la ley de todos los tiempos, a los que Jesús dirige su parábola.



     III. El Padre de la misericordia y la reconciliación. En él culmina el mensaje central de la parábola, orientada a justificar la conducta de Jesús, que acogiendo a los pecadores y comiendo con ellos (15,2), revela la paternidad de Dios mismo. Cumple así el programa expuesto en la sinagoga de Nazaret: proclamar el año de gracia del Señor (4,19), que posteriormente definirá su propia misión histórica: El hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido (19,10)  La intervención del Padre rompe las falsas imágenes de Dios creadas por la razón (el hijo menor) y por la religión (el primogénito).




   En realidad ambos hermanos conviven un poco en nosotros, todos somos en algún momento pecadores arrepentidos como el hermano menor, y críticos intransigentes como el hermano mayor. Por eso, según el momento en el que te encuentres, Jesús propone siempre volver a la Verdad:


     > 1. Para el menor (pecador arrepentido) desmiente su imagen de Dios como un empresario que sólo le interesa la prosperidad de su hacienda: Trátame como uno de tus jornaleros. Le hace saber que para él no ha perdido su condición de hijo ni siquiera en su vida descarriada. Para recibirlo nuevamente como tal, no le exige un amor leal (la contrición); le basta la añoranza interesada por una rehabilitación social (la atrición). Y lo prueba con delicadeza omitiendo todo reproche a su conducta pasada; más aún, celebrando su retorno a la casa paterna con un lujo de detalles: besos, abrazos, un traje nuevo, un anillo y sandalias, y un banquete festivo con un ternero cebado. Esta cercanía entrañable desborda la transcendencia inaccesible que la razón humana pueda atribuir a Dios. 


    > 2. Para el mayor (crítico intransigente) desmiente su imagen de Dios como juez implacable, que condena a los hombres según una proporción matemática entre culpa y pena. Para ello el Padre reconoce su fidelidad (tú estás siempre conmigo), pero también le recuerda la gratuidad anticipada de sus dones (todo lo mío es tuyo); y desde luego no consiente que una envidia mezquina obstaculice la fiesta de la reconciliación con un hermano, que estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado. La inmanencia salvífica de Dios en la humanidad no está sujeta a ningún ordenamiento jurídico por muy “religioso” que sea; depende exclusivamente de su libre misericordia, para manifestar su amor a todos los hombres.



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