"Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis"
(Juan 13, 15)



   Según el cuarto evangelio, toda la vida de Jesús, ya desde sus inicios, se encamina a su “hora”. La hora de Jesús es el momento fijado por el Padre para el cumplimiento de la obra de salvación. En el fragmento del evangelio que se ha proclamado aparece este término: “sabiendo Jesús que había llegado la hora”. El evangelista resume con dos palabras fundamentales lo esencial de esta hora: es la hora del paso y es la hora del amor hasta el extremo, hasta más no poder. Con gran solemnidad, el evangelista afirma que Jesús vuelve a Dios, de dónde había venido. Este es el paso decisivo de toda vida humana. Pero el único modo de dar este paso es por medio del amor. La hora del paso y la hora del amor se explican recíprocamente. El amor, al hacernos salir de nuestras barreras, permite el encuentro con Dios y con los hermanos.

   Antes de dar este paso Jesús deja en herencia a los suyos dos realidades inseparables. Una es la eucaristía. En la segunda lectura, el apóstol Pablo he empleado un verbo referido al pan que repiten todos los evangelistas: “partir”. La noche en que iban a entregarlo, Jesús tomó el pan, pronunció la acción de gracias y lo partió. Joseph Ratzinger recuerda que partir el pan es la función del padre de familia que, en cierto modo, representa con ello a Dios Padre que, a través de la fertilidad de la tierra, distribuye a todos lo necesario para vivir. Este gesto humano primordial adquiere en la Última Cena una profundidad nueva: quién se entrega y se parte a sí mismo es Jesús. La caridad, entregarse al otro, dándole el pan que necesita y dándose uno mismo, no es un gesto añadido al culto, sino que está enraizado en el culto y forma parte de él. En la Eucaristía, en la fracción del pan, la dimensión horizontal y la vertical, el dar gracias a Dios y el compartir, están inseparablemente unidas.


   La segunda realidad que Jesús nos deja en esta noche en que fue entregado es el signo del lavatorio de los pies, un gesto de amor extremo, donde queda muy claro que el verdadero poder es el poder del amor. En efecto, Jesús crea una situación embarazosa, pues lavando los pies a los discípulos realiza algo propio de los esclavos de inferior categoría, un gesto que a ninguno de sus discípulos se le hubiera ocurrido. Si recordamos las palabras de Jesús: “quién me ha visto a mí, ha visto al Padre”, este gesto revela a Dios mismo. Dios es distinto de cómo lo pensamos, es otro. Cuando el hombre piensa en él, espontáneamente piensa en el poder y la fuerza. Imagina una relación de dominio. El evangelio rompe esa imagen. Dios sigue siendo “Maestro y señor”, pero el evangelio nos descubre la verdadera naturaleza de su poder: es Maestro al servir. He aquí el viraje decisivo en la visión de Dios: de ser primariamente poder absoluto, pasa a ser absoluto amor. Esto es lo que Pedro y nosotros debemos descubrir, si queremos tener parte con Cristo.

   Tanto la eucaristía como el lavatorio de los pies evocan la muerte de Jesús que, amando “hasta el extremo”, o sea, hasta estar dispuesto a sacrificar la propia vida por el otro, nos muestra el camino de la salvación, de la vida y de la resurrección. Pues una vida así es la que Dios resucita. Este es el secreto que Jesús nos deja: la vida se encuentra no cuando uno la guarda para sí, sino cuando se parte, se reparte y se entrega por amor.

Fray Martín Gelabert Ballester
Convento de San Vicente Ferrer (Valencia)

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